viernes, 24 de octubre de 2008

GOETHE: ELEGÍAS ROMANAS

  • JOHANN WOLFGANG VON GOETHE: ELEGÍAS ROMANAS

    Notas y traducción de José Joaquín Blanco (Breve Fondo Editorial, México, 1994).

    Las Elegías romanas de Goethe son tanto una serie unitaria de unos veinte poemas (además, hay variantes y un apéndice) como el título de un libro más extenso que incluye gran variedad de textos. Traduzco aquí sólo aquellos veinte poemas escritos entre 1788 y 1790, después del viaje de Goethe a Italia. Hay que traducir sin miedo al gran tótem de la poesía musical, al genio del metro y de la rima, al verso libre --el verso libre es una prosa en líneas más cortas, que también tiene su gracia y su ritmo particulares--, pues el propio Goethe enunció esta herejía saludable para quienes necesitamos --que es todo el género humano-- la poesía traducida: "Yo tributo toda la honra que se les debe a la rima y al ritmo, que son los que hacen que la poesía sea poesía; pero lo propiamente hondo y profundamente eficaz, lo que verdaderamente educa y forma, es lo que queda del poeta cuando se le traduce en prosa. Entonces queda libre el puro contenido perfecto, que el poeta sabe muchas veces fingirnos con una deslumbrante pompa exterior" (Conversaciones con Eckermann). Nunca la traducción de un clásico, y menos la traducción de una poesía rítmica, conservará o restituirá en otra lengua la música que hace que esos poemas "sean poesía". Pero puede intentar conservar de ellos algo de la gran literatura que ofrecen. Goethe, como Shakespeare, es desde luego intraducible en aquel sentido de alianza musical-conceptual; ambos, sin embargo, son los más traducibles, en el sentido de que resulta difícil, por peor traductor que uno sea, no atrapar algunos de sus dones abundantes. Queda mucho de Goethe en las traducciones.
    Más que el carácter propiamente elegíaco, el que originó las Elegías romanas fue el erótico, al descubrir en Roma obras de arte clásico y una vida popular menos restrictiva o puritana que la germánica, gente capaz de vivir con felicidad y ruido en espacios abiertos, como en una comedia de Goldoni, que encuentra actualizada en las calles de Verona o Venecia. Y sobre todo, la poesía erótica romana de los "triunviros": Propercio, Tíbulo, Catulo. Yo me sospecho que este último afán, el de trasvasar al alemán los metros -el hexámetro y el pentámetro a los que rinde homenaje en la última elegía-- y los tonos de las elegías latinas fue el motivo predominante. La poesía surge de la lectura de la poesía. Lo elegíaco en estos poemas es la intención formal de trasvasamiento al alemán de la forma elegíaca latina. En cierto sentido, y sin perder su absoluta originalidad, estas elegías son a su vez traducciones al alemán de las elegías latinas clásicas, pero Goethe buscó en ellas más la analogía que la exactitud: cantó en su tiempo y a partir de sí mismo situaciones análogas a las de Tíbulo, Propercio, Catulo u Ovidio en la Roma clásica (de hecho, su viaje a Italia fue una verdadera introducción a la literatura latina, contra la que confiesa haberse "mantenido en guardia" toda su juventud, ante el escándalo de Herder, y sólo haberla conquistado a partir de entonces).
    Goethe consideraba la traducción y la imitación como altas formas de originalidad, en realidad las únicas. Imitó todas las literaturas y a muchos autores, desde los grecorromanos a los indostanos y persas, veneró a Shakespeare (Las andanzas de Wilhelm Meister) y se asomó a la poesía china. Toda poesía era continuación de una tradición; los originales sin tradición sólo eran "originales en su tontería", exclamó alguna vez. Grandes obras suyas como Fausto, Aquileida, Diván de Oriente y Occidente, Epigramas venecianos, así como muchas de sus fábulas, baladas y canciones, constituyen imitaciones y continuaciones: la apropiación y transformación personal del caudal tradicional. De hecho, la fuerza superior de la poesía alemana de finales del siglo XVIII y principios del XIX, estriba en buena parte en que los poetas alemanes, al imitar a los grecolatinos, escaparon de la agotada tradición preciosista, rococó, dieciochesca, francesa, que era la norma europea. Al imitar a Propercio (o a Shakespeare, o a Hafiz), renovaron la lírica europea de su tiempo, extenuada de tanto explotar el dodecasílabo racineano. Nunca fue tan original Goethe como cuando cantó una historia común a muchos autores y trovadores, el Fausto, e infinidad de mitos clásicos. Pocas veces llegó a ser un lírico tan moderno como cuando, en estas Elegías romanas, pulsó las cuerdas latinas. Una lírica curiosa, pues aunque conoce lo sublime, no desdeña la vena cómica: "Aunque no se acostumbra pensar en Goethe como en un hombre divertido, escribió Auden, sus descripciones de tales hechos [los referidos en el Viaje a Italia], revelan un don cómico verdadero, y muestran, de manera acaso más asombrosa, lo dispuesto que estaba a verse a sí mismo bajo una luz cómica".
    Son himnos de dicha, más que elegías. Hay un paradisíaco paganismo en su culto del erotismo y del arte, aunque algo espiritual y austero si se les compara con los romanos (con Ovidio, por ejemplo); frente a la poesía europea del siglo XVIII -rococó, cortesana, académica-- por el contrario, es una violenta bocanada de aire puro, carnal y cotidiano.
    No se pregunta Goethe, como Quevedo frente a las mismas ruinas, qué fue de la grandeza romana: la ve sobreviviente en el pueblo romano y en las propias ruinas, cuya fragmentación y deterioro parecen aumentarles esplendidez y divinidad. En cierto sentido, era el momento del moderno triunfo romano, cuando tantos siglos después, de entre las cenizas de Pompeya, por ejemplo, resurgía no sólo su gran arte, sino incluso escenas mínimas de la vida cotidiana y popular --la cultura y el modo de vida de Roma, en extenso--, y la arqueología rescataba con Winckelmann grandes tesoros clásicos enterrados.
    Esta vocación de dicha ya aparecía en Goethe, pero demasiado limitada por elogios hiperbólicos al paisaje, al universo, al amor ideal; aquí encuentra asuntos sucintos, cotidianos, carnales, llenos de realidad. La anterior exaltación de las baladas era predominantemente una dicha musical, difusa de realidad e inclinada a las analogías cósmicas. Fausto no ambicionaba solamente, al costo de su alma, descubrir las raíces primeras o "madres" de todo lo existente, sino también todas esas piernas precisas, materiales, de las ninfas en el río Peneios.
    Difícilmente se evidencia el hombre cristiano, y menos el protestante puritano, en el poeta de estas elegías; en realidad, fue Goethe un decidido anti-cristiano (desde joven, como en su veneración del rebelde Prometeo), pero supo en vida ocultar en papeles íntimos sus observaciones jacobinas más severas --aun así, tuvo fama mundial de enemigo de la moral y de la religión, y fue un autor prohibido para los católicos y poco recomendable para los protestantes puritanos--; sus editores, especialmente en castellano, han sabido escamotear al lector esos escritos feroces, como algunos de los Epigramas venecianos que no figuran en las ediciones populares, sino sólo en las eruditas. Siempre existió un Voltaire embozado tras la serenidad de Goethe. En alguno dice que es un hombre tolerante, que ha aprendido de los romanos a venerar a todos los dioses y a todas las cosas; sólo cuatro cosas no puede soportar: "el tabaco, las pulgas, los ajos y a los cristianos" (Rafael Cansinos Assens, por lo demás sabio goethiano, escamotea por completo esta línea en su traducción, y en lugar de odiador de cristianos Goethe queda como enemigo de la cerveza.)
    También suelen expurgarse en las ediciones corrientes sus textos sexuales, su profusa simpatía por las putas y los bebedores, sus jubilosos y explícitos homenajes al coito y a los órganos sexuales. En algún epigrama, por ejemplo, señala que no hay mayor salida de la desesperación más profunda, que asirse "a una botella y a un coño" (sic: Erst zur Flasche, dann zur Fotze), lo que da espesor terrenal a su poesía amorosa. Cuando habla, que es todo el tiempo, del amor a la mujer, no se está refiriendo a ejercicios sentimentales, sino a la práctica continua del lecho, sin la cual empiezan a surgir todos los fantasmas de los solitarios que tanto teme y abomina. Este hombre escéptico era un fanático del vino y de las mujeres. El eterno-femenino (Das Ewigweibliche) es algo más que una metáfora de la generación: se erige, al final del Fausto, como el corazón y el sexo del universo entero: lo que vuelve real lo difuso y concreto lo inexpresable, lo que arraiga al hombre en la realidad. Se diría que todo hombre desgraciado lo es tan sólo porque ha caído de la gracia de la Mujer, y que para recobrar existencia y vida debe regresar al nudo sexual femenino.
    Además de su fuga de la religión y de los fanatismos políticos, de su apego al amor carnal y al vino, se encuentran algunas de sus máximas para escapar de la desdicha en diversos poemas, especialmente en Elegía de Marienbad y Regla de vida: olvidarse por completo del pasado, piérdase lo que se pierda; no permitirle al futuro dominio del presente, ni a los grandes sueños que nos mareen, y nos roben el piso; vivir el momento presente como si fuera todo lo que existe --es todo lo que existe-- a la manera de los niños, e incluso de los recién nacidos: jugarse toda la vida siempre al momento presente, como a la única carta: Nur wo du bist, sei alles, immer kindlich,/ So bist du alles, bist unüberwindlich: "Sé solamente el momento en que estés, selo completamente como niño/ Entonces lo eres todo, y eres invencible"; complacerse en una vida activa, y gozar de las obras de algunos (pocos) compañeros; suprimir de sí todo rencor, y jamás darles carta de existencia real a las ilusiones o fantasías (se niega a maldecir al mundo, "sólo porque no fructifiquen siempre todos los sueños floridos").
    Ciertamente todo ello falla alguna vez, y entonces ya no hay otro consejo que el propio sufrimiento: aceptarlo sin rebelarse, como los griegos sufrían sus desgracias provocadas gratuitamente, por las frívolas discordias de los dioses (XIX elegía romana). La única desgracia sería la muerte, y ya habrá tiempo para padecerla, si hay conciencia individual en la tumba. La vida siempre es buena, suceda lo que suceda (Wie es auch sei, das Leben, es ist gut): incluso es buena la vida del paria y del viudo. Rubén Darío seguiría esta línea, y pediría a la araña y al molusco entonar cantos de gratitud al sol, por el simple hecho de existir, en lugar de hincharse de rencor por ser araña y molusco, y no César o Alcibíades. En su alta torre, el vigía canta su canción: "Ustedes, ojos felices,/ lo que hayan visto,/ sea lo que fuere,/ fue siempre hermoso".
    La existencia, la vida son en sí grandiosas, y no han de ser definidas o malditas por los episodios dolorosos --incluso el dolor necesita de un magnífico cuerpo que lo sienta-- o desafortunados: Fausto siempre contempla, extasiado, la sinfonía existencial de una salida de sol. Parecería que creer en la desdicha, para Goethe, es más que nada un error lógico: tomar el detalle por el todo, lo particular por lo general, y ver el mundo con los sentidos turbios y poseídos por ideas o pasiones erróneas. La existencia y la vida son dones en sí mismos; el dolor, una criatura formidable que los dioses conceden a sus elegidos no como azote, sino como una poderosa manifestación u oportunidad de vida (A la luna). Culpar a la vida de sus penas es culpar a las selvas de sus panteras.
    Estoicismo, epicureísmo, neoplatonismo, sabiduría oriental, acaso iluminaciones masónicas: todas las filosofías antiguas o herméticas fueron trasegadas por Goethe en su búsqueda de una teoría de la dicha qué oponer a los dogmas del Valle de Lágrimas del cristianismo. Una de las grandes razones de Fausto para vender su alma al diablo, fue la visita, de la mano de Helena de Troya, a Arcadia. Goethe se proponía el mundo como una Arcadia infinita.
    Sea como fuere, la búsqueda de la dicha terrestre es una constante de Goethe, desde el momento mismo en que se volvía célebre por el culto a la desesperación en Werther, que lo enemistó por anticipado con el romanticismo. Sus juveniles imitaciones de las baladas tradicionales alemanas y su búsqueda del edén romano se complementan con el ulterior descubrimiento de los paraísos de Hafiz, el poeta persa de las mujeres y los efebos, las cantinas, el día presente, la alegría cotidiana, en el Diván de Oriente y Occidente ("diván" significa álbum o compilación de textos).
    Para el lector moderno resulta un caso señero y extraño de culto a la dicha; un caso incluso herético, pues se opone a la visión cristiana del mundo como valle de lágrimas y camino de putrefacción. Hay un momento sacrílego, en su curioso poema Das Tagebuch (El Diario), donde el feliz desposado es incapaz de contener una jocunda erección (Meister Iste) en el momento de su boda, aun ante el altar del patibulario Crucificado. Los cristianos llenaron toda la Arcadia de llagas, pecados, remordimientos, terrores: convirtieron en un cenagal de miseria el gran paraíso del sol. Volver al paganismo y a la antigüedad, lo dijo varias veces, constituía recuperar la juventud y la alegría del mundo y del género humano que el cristianismo había estropeado.
    Los cristianos sufren; los paganos cantan a Venus, a Príapo, a las Gracias y a Baco. En Roma el mundo era joven; Goethe va a Roma a recobrar, ya hombre maduro, la juventud ideal que no había vivido a tiempo entre sus sombras cristianas y nórdicas. Las Elegías romanas fueron su venganza contra el dolor-del-mundo, la desesperación y el suicidio de Werther.
    Para los lectores románticos (Hölderlin o Novalis, Baudelaire y Rimbaud) se antojaba más bien un caso de superficialidad ilustrada, de cómoda limitación conformista con el mundo establecido, casi de una incapacidad de desesperación y protesta. Llamaron a Goethe "asno solemne", en la expresión que retomó Paul Claudel (los católicos admiten incluso a Rimbaud, porque es al final otro pobre patibulario, no a Goethe, el arcádico). Son los mismos argumentos que los románticos usaban contra otro feliz ilustrado pagano, Voltaire.
    El viejo Gide, gran admirador de Goethe, protestó --aunque él mismo lo hubiese imitado parcialmente en Los alimentos terrestres-- contra la dicha un tanto facilona, a su gusto, del paraíso terrenal de Goethe; contra la negación o incapacidad para la desdicha, la tortura, el desequilibrio, la insaciabilidad o la locura por parte del centradísimo cantor de Weimar. Escribió Gide en su Diario el 20 de septiembre de 1940: "He leído mucho alemán estos últimos días. Las Elegías romanas de Goethe me gustan tal vez menos que cuando no las comprendía tan bien ni me parecía tan fácil de alcanzar este paraíso sensual". Por muy duras e injustas que suenen estas palabras contra el cultivador de la dicha, hay que recordar que Goethe habló a su vez muy dura e injustamente de los poetas románticos de la desdicha: los consideraba "enfermos" que se complacían en desastres que ellos mismos invocaban o inventaban: la angustia romántica era Das Kranke para él, lo enfermo. Para Goethe, las más de las veces, el mundo y el hombre eran hermosos, y la mayor misión del poeta consistía en celebrarlos en su plenitud real, sin sombras religiosas --y sin fantasmas románticos.
    Sin embargo, ese "fácil paraíso sensual" del hombre feliz en un mundo feliz pocas veces alcanza tal plenitud como en las Elegías romanas, a diferencia de muchas baladas y canciones al estilo tradicional, o de las hiperbólicas celebraciones de Suleika en el Diván de Oriente y Occidente. Habrá que señalar, además, que la vocación de dicha y de salud espiritual de Goethe siempre sufrió tentaciones; y que en él se lee también, como el propio Gide dice en otra parte, además del encumbramiento del equilibrio goethiano, la sombra de la angustia, de la desesperación e incluso de la locura, que debe estar continuamente exorcizando: en ocasiones se encuentra en Goethe, asomando, "la posibilidad de Nietzsche". Siempre se descubre en él una feliz fuga de la propia subjetividad, en cuyos tormentos naufragaron, rara vez con gloria, generaciones de románticos. Para Goethe la subjetividad era, desde luego, lo superior; pero sola, sin una inmersión minuciosa, a fondo, radical, en la realidad, resultaba engañosa y peligrosísima. La estética de Baudelaire consistiría en "cultivar la propia histeria con delicia y terror"; la de Goethe en dominarla con una feliz, erótica, racional aceptación de la realidad. El mundo exterior existía para Goethe, y era digno de ser vivido y alabado. Pero la subjetividad hipersensible, en una época prolífica en sombras interiores, no lo abandonó nunca. De su sombra interior proviene su fuerza.
    Su vocación sin embargo es la dicha, y se abandera plenamente en las Elegías romanas. El lector encontrará que Goethe no fue un fácil o privilegiado amigo de la dicha o la fortuna todo el tiempo, en obras como Werther, Fausto, y a contraluz, en su Trilogía de la pasión, que son tres poemas autobiográficos muy sentidos y hermosos, una bitácora lírica de un sobreviviente: desde la orilla de la dicha, en esos tres poemas, Goethe deja ver algo de las sombras y de las brisas de yodo de sus tormentas. Este hombre feliz en el mundo, todavía trae los harapos y los rasguños de su lucha con el abismo (en ellos se revela el Hölderlin que se negó a ser).
    Pero importa la obra, no el hombre ("El lector que me gusta, dijo alguna vez, es aquél que se olvida tanto del autor como de sí mismo, y sólo vive con plena existencia en el libro".) Tenemos en las manos poemas plenos de dicha en estas Elegías romanas, y la literatura occidental no abunda en ese camino. Los motivos, las contradicciones y los laberintos de su autor quedan para las especulaciones de los biógrafos; ni siquiera la heroína de Werther penetró en su complejidad, según narra Thomas Mann en su espléndida novela Lotte en Weimar.
    Si estas curiosas, antielegíacas Elegías romanas, elegías alegres, empezaron como ejercicio de imitación de los eróticos romanos, concluyeron como una renovación de la poesía de Goethe y el inicio de su fase "clásica". Tienen un tono vital y afirmativo desconocido en la poesía europea de su tiempo, pero semejante tanto a los romanos como a algunos poetas modernos. Impactan tanto más su serenidad, su felicidad epicúrea y su individualismo, cuanto que surgen en plena Revolución Francesa, diríase que en reacción a ella, o escapando de su ruido y su delirio social y de su angustia contemporánea. Abandonan las exaltaciones de la balada y de la épica, y construyen episodios cotidianos llenos de realidad terrestre. Algunos de ellos son novelitas lapidarias, que la juventud y la energía de su gozo realzan con brillos aéreos... (Una juventud en la madurez: el erotismo no es fuerza primordial del Goethe joven, sino del maduro. Dice Auden: "Goethe parece haber sido, como Yeats, un hombre en quien la necesidad de relaciones físicas sólo se volvió imperiosa tardíamente"). En un principio estos poemas se llamaban Erótica o Erótica romana. Hasta la edición de las obras de Goethe de 1806 adquirieron el título de Elegías romanas.


    JOHANN WOLFGANG VON GOETHE: ELEGÍAS ROMANAS (1)


    “¡Qué felices éramos en tiempos antiguos!
    Gracias a ustedes, ahora volveremos a serlo”. (2)



    I

    ¡Díganmelo, piedras; oh, hablen, altos palacios!

    Calles, digan una palabra. Genio (3), ¿no te conmueves?

    Sí, todo está lleno de alma dentro de tus muros santos,

    Roma eterna; sólo para mí permanece aún en silencio.

    Oh, ¿quién me susurraría en qué ventana divisé

    alguna vez la criatura encantadora que, quemándome,

    me refrescó? ¿Reconozco siquiera el camino,

    por el cual una y otra vez, yendo hacia ella,

    regresando de ella, ofrendaba el tiempo precioso?

    Sigo contemplando la iglesia y el palacio, las ruinas

    y las columnas, como un hombre sensato aprovecha el

    viaje

    de la manera más fina. Pero todo acabará pronto;

    entonces habrá un solo templo, el templo del amor,

    que reciba a los iniciados. Aunque eres un mundo, oh

    Roma,

    sin amor ni el mundo sería mundo, ni Roma sería Roma.


    II

    ¡Veneren ustedes a quien quieran! ¡Ahora, por fin,

    encuentro buen refugio! Hermosas damas y ustedes,

    caballeros refinados, pregunten por los tíos y los

    primos,

    por las viejas tías, y que a la charla afectada

    sigan los tristes naipes. Y todos los demás: ustedes,

    que en grandes y pequeños círculos, tantas veces

    me han conducido al absoluto fastidio. Repitan

    cualesquiera de esas opiniones políticas y huecas (4),

    que persiguen con furia al viajero por Europa.

    Así como en otro tiempo la canción de Mambrú (5)

    perseguía al viajero inglés de París a Liorna,

    y de Liorna a Roma, e incluso a Nápoles, y si viajaba a

    Esmirna,

    allá también encontraba a Mambrú, esperándolo

    en el puerto. Así yo, por donde quiera que ahora

    me encamine, debo oír denuestos contra el pueblo

    y contra el Real Consejo. Pero ahora ustedes no podrán

    tan pronto descubrirme en el refugio que me ha dado

    el príncipe Amor (6), mi real protector. Aquí me cubre

    con sus alas, y la mujer que amo, romana al fin,

    no teme a las Galias furiosas. Ella no se entera

    de las últimas noticias, sólo atiende con cuidado

    los deseos de su amante, al que pertenece.

    Ella se deleita con el extranjero libre, el rústico,

    que le habla de montañas, de nieve y de casas de

    madera;

    comparte la llama que ella misma enciende en su pecho,

    y se alegra de que no piense tanto en el oro, como lo

    hacen los romanos.

    Ahora su mesa está más llena, no le faltan vestidos

    ni un coche que la lleve a la ópera. La hija y la madre

    están felices con su huésped nórdico.

    Y el bárbaro domina en los romanos pechos.


    III

    ¡No sufras, amada, porque te hayas entregado a mí

    tan pronto! Créemelo: no pienso mal de ti, nada malo

    pienso de ti. Trabajan de muchas maneras las flechas

    del Amor: algunas rasgan y durante años enferman

    al corazón con su veneno secreto. Pero las otras,

    lanzadas con aplomo, acabadas de afilar, se encajan

    en la médula, y con rapidez inflaman la sangre.

    En los tiempos heroicos en que dioses y diosas amaban,

    a la mirada seguía el deseo, y al deseo el disfrute.

    ¿Crees tú que se puso a reflexionar mucho la Diosa del

    Amor

    cuando, en el bosque de Ida, le gustó Anquises? (7)

    Si se hubiera demorado la Luna en besar al guapo

    durmiente (8),

    oh, con qué rapidez, entonces, la Aurora, envidiosa,

    lo hubiera despertado. Hero miró a Leandro (9)

    en el fragor de la fiesta, y al momento, encendido,

    se precipitó el amante en las olas nocturnas.

    Rea Silvia (10), la doncella real, se encaminaba al

    Tíber

    por agua, y ahí la arrebató el dios. Así engendró Marte

    a sus hijos. Los gemelos mamaron de una loba, y Roma

    se volvió la princesa del mundo.



    IV

    Qué felices somos los amantes; con serenidad veneramos

    a todos los demonios. Deseosos nos inclinamos

    ante cada dios, ante cada diosa. ¡Semejantes a nosotros

    son ustedes, vencedores romanos! Ustedes dieron morada

    a los dioses de todos los pueblos del mundo, ya fuese

    negra y dura, del viejo basalto de los egipcios,

    ya fuese blanca y seductora, griega, esculpida en

    mármol.

    No se enojarán los eternos, sin embargo, si nosotros

    quemamos incienso, de una forma más preciosa,

    de modo especial, a uno de los divinos. Sí,

    ante ustedes lo confesamos con gusto:

    de manera especial a un dios se consagran

    nuestras oraciones y nuestros ritos cotidianos.

    Pícaros, alegres, pero también serios, celebramos

    fiestas secretas. Y el silencio bien conviene a los

    iniciados.

    Preferiríamos atraernos las horrendas hazañas

    de las Erinias (11), y ser condenados, por el duro

    tribunal de Zeus, a sufrir la rueda incesante y la

    roca (12),

    que retirar nuestro corazón del oficio entusiasta.

    Conozcan a esa diosa: se llama la Ocasión.

    Se aparece con frecuencia, siempre en forma diferente.

    Quisiera ser la hija de Proteo, engendrada en

    Tetis (13),

    cuyas variadas astucias engañaron a varios héroes.

    Así ahora ella engaña al inexperto, al simple;

    esquiva al dormilón, ayuda al vigilante;

    se entrega con gusto sólo al atrevido, al hombre

    de acción, quien la encuentra dócil, juguetona, tierna

    y favorable. También a mí se me apareció alguna vez,

    era una muchacha morena, abundante el pelo negro cubría

    su frente, en pequeños rizos sueltos iba cayendo

    sin peinar, separado en dos crenchas, hasta su cuello

    precioso.

    No me paré a pensarlo, cogí a la fugitiva; amorosa,

    ella me devolvió de inmediato besos y abrazos expertos.

    ¡Qué feliz fui!... Pero calma, el tiempo ha pasado,

    y me desligo de ustedes, lazos romanos.




    V

    Ahora me siento alegre y entusiasta en este suelo

    clásico.

    Seductores, el mundo del pasado y el mundo del presente

    me hablan en voz alta. Aquí sigo el consejo (14):

    con mano atareada hojeo las obras de los antiguos,

    cada día con un goce nuevo. Pero toda la noche Amor

    me ocupa de otra manera; así, soy sabio a medias,

    pero doblemente feliz. ¿Acaso no me instruyo,

    cuando contemplo la amorosa forma del pecho, y baja

    mi mano a las caderas? Hasta entonces comprendo bien

    el mármol. Pienso y comparo, veo con ojos que sienten,

    siento con manos que ven. Y si la amada me roba

    algunas horas en el día, me da en compensación

    las horas de la noche. Pero no todo es siempre

    besarnos,

    tenemos buena conversación. Cuando ella duerme, pienso

    acostado muchas cosas. Entre sus brazos muchas veces

    hice mis poemas y he medido los hexámetros suavemente,

    con mis dedos, sobre su espalda. Ella respiraba

    en su hermoso sueño, y su aliento me quemaba

    hasta lo más profundo del pecho. Amor atizaba la

    lámpara

    entretanto, y recordaba los tiempos

    en que hizo el mismo servicio a sus triunviros (15).


    VI


    "¿Cómo puedes, oh cruel, afligirme con tales palabras?

    ¿En tu país se hablan los amantes con semejante dureza,

    con tal amargura? Si la gente me ataca, debo

    soportarlo.

    ¿Y no tengo yo algo de culpa? Pero, ay, sólo ante ti

    me siento con obligaciones. Estos vestidos son prueba,

    para la vecina envidiosa, de que la viuda ya no llora

    en soledad a su esposo. ¿No has venido muchas veces tú,

    en plena luz de luna, sin prudencia, con la melena

    escondida

    y un gran abrigo oscuro? ¿No te disfrazaste tú mismo,

    en burla,

    de clérigo? ¿Con que era un prelado? Bueno: el prelado

    eres tú. En la Roma clerical, es difícil de creer, pero

    lo juro: jamás ha gozado un clérigo de mis abrazos.

    Yo era pobre, ay, y joven, y los seductores lo sabían.

    Falconieri se me ha quedado mirando muchas veces.

    Y un alcahuete de Albani, con muchos recados,

    me quiso llevar a Ostia y a las Cuatro Fuentes.

    Pero nunca les hizo caso esta muchacha.

    Siempre he detestado a los señores de medias rojas

    y también a los de medias moradas. Pues "al final

    la chica se queda burlada", decía mi padre,

    aunque mi madre lo tomara a broma. ¡Y así, al final,

    me quedo burlada! Me riñes nada más para salvar

    las apariencias, porque quieres escaparte. ¡Vete!

    ¡Ustedes no se merecen a las mujeres! Nosotras

    llevamos los niños bajo el corazón, y así también

    llevamos nuestra fidelidad. ¡Pero ustedes los hombres,

    al abrazar con su fuerza y sus apetitos, expulsan

    el amor, al mismo tiempo que abrazan!" Así habló la

    amada,

    y cogió del banco al niño, lo llevó a su pecho

    entre besos, los ojos llenos de lágrimas. ¡Qué

    avergonzado

    quedé! ¡Que los dichos de gente enemiga me ensuciaran

    este cuadro amoroso! Sólo por un momento el fuego

    palidece y humea cuando de repente se arroja agua

    en la lumbre; pero se purifica de prisa, deshace

    los turbios vapores, y la flama se renueva, y se alza

    más poderosa y fulgente.



    VII

    ¡Qué contento me siento en Roma! Recuerdo los tiempos,

    allá en el norte, en que me rodeaba un día gris,

    turbio y duro el cielo pesaba sobre mi cabeza,

    el mundo sin forma y sin color yacía exhausto,

    y yo sobre mi yo, caía en la contemplación

    de los senderos lúgubres del espíritu insatisfecho.

    Ahora alumbra mi frente el resplandor del claro éter,

    el dios Febo (16) convoca las formas y los colores.

    La claridad de los astros resplandece en la noche

    y resuenan suaves canciones, aquí la luna

    me alumbra con más claridad que el sol del día nórdico.

    ¡Qué dicha para un mortal! ¿Sueño? ¿Me has recibido

    en tu casa de ambrosía, Júpiter, padre y anfitrión?

    Ay, yazgo aquí y tiendo a tus rodillas mis manos

    implorantes. ¡Escúchame, oh Júpiter Xenius (17)!

    No sé cómo llegué hasta aquí. Tomó Hebe (18)

    al peregrino y me introdujo a tus umbrales.

    ¿Le ordenaste que bajara y llevara al héroe hasta ti?

    ¿Se equivocó la bella? ¡Perdón! Deja que saque provecho

    de ese error. Y tu hija Fortuna también reparte

    los grandiosos dones, como una muchacha, conforme a su

    capricho.

    ¿O no eres el dios de la hospitalidad? ¡No arrojes

    entonces al amigable huésped de tu Olimpo, no lo lances

    de nuevo a la tierra! "¡Poeta! ¿Adónde crees que

    subes?"

    ¡Perdóname! La colina del Capitolio (19) es tu segundo

    Olimpo.

    Tolera mi presencia aquí, Júpiter, que ya más tarde

    Hermes me hará descender con lentitud al Orco (20),

    pasando por el monumento de Cestius (21).



    VIII

    Cuando me dices, amada, que de niña

    no les gustabas a los hombres,

    y que tu madre te despreciaba, hasta que creciste

    y en silencio te desarrollaste, lo creo,

    y con gusto te imagino como una niña rara.

    También le falta forma y color a la flor de la vid;

    luego la fruta, madura, seduce a los hombres y a los

    dioses.




    IX

    Brilla otoñal la llama del hogar campestre;

    crepita, chisporrotea, trepa con rapidez, silbando

    entre la leña. Esta noche me gusta todavía más,

    pues aun antes de que la leña se convierta en brasas,

    y se consuma el rescoldo, llega mi muchacha amada.

    Entonces leños y ramas arden con fuerza nueva

    y la noche cálida es para nosotros una fiesta luciente.

    Cuando temprano por la mañana salte ella del lecho

    amoroso

    reanimará las llamas ligeras entre las cenizas.

    Pues antes que otras cosas, el Amor le concedió

    a la afortunada el don de avivar la alegría,

    cuando empieza a declinar como un rescoldo.





    X

    Alejandro, César, Enrique y Federico (22), los grandes,

    me darían felices la mitad de la fama que conquistaron,

    porque les cediera a cada uno una noche de mi cama.

    Pero, pobres, los tiene presos el duro poder del Orco.

    Regocíjate pues, tú, viviente, en el cálido sitio del

    amor,

    antes que el lúgubre Leteo (23) atrape tu pie fugitivo.




    XI

    Para ustedes, oh Gracias (24), un poeta coloca

    algunas hojas sobre el altar puro, y capullos de rosas,

    y lo hace confiado. El artista se complace

    en su estudio, aunque siempre le parezca un panteón (25).

    Júpiter baja la frente, Juno la levanta.

    Febo avanza y sacude su cabeza rizada.

    Adusta, observa Minerva, y Hermes, el ligero,

    mira de reojo, pícaro y tierno a la vez.

    Pero es hacia Baco, el blando, el soñador, hacia quien

    eleva la vista Citeres (26) con dulce deseo,

    que tiembla incluso en el mármol.

    Recuerda sus abrazos con gusto y parece preguntar:

    "¿Por qué no está a nuestro lado el hijo espléndido?" (27).



    XII

    ¿Escuchas, amada, la alegre gritería en la Vía

    Flaminia?

    Son segadores, regresan al hogar lejano. Han terminado

    la cosecha del romano, quien ya ni la propia corona

    de Ceres (28) quiere tejer; ya no celebra fiesta alguna

    en honor de la gran diosa, ella, que por alimento,

    en lugar de bellotas, concede dorado trigo.

    ¡Celebremos ambos la fiesta en silencioso regocijo!

    Pues dos amantes son toda una multitud.

    ¿Has oído alguna vez de esa feria mística que seguía

    en la antigüedad al vencedor desde Eleusis (29)?

    Los griegos la fundaron, y siempre eran únicamente

    los griegos, aun dentro de los muros de Roma,

    quienes gritaban: "¡Vengan a la noche sagrada!"

    El profano se alejaba; temblaba de expectación

    el neófito, en su túnica blanca, símbolo de pureza.

    Maravillado iba errante el iniciado entre círculos

    de raras figuras, le parecía deambular en sueños;

    por el suelo, en torno, se arrastraban las serpientes;

    las doncellas portaban cerrados cofrecillos coronados

    con muchas espigas. Los sacerdotes hacían gestos

    y zumbidos de muchos significados. Impaciente

    y temeroso suspiraba el neófito por la Luz.

    Sólo después de muchas pruebas y exámenes llegaba

    a descifrar el significado de las pinturas extrañas

    en el círculo santo. Y lo que era el secreto:

    la gran Démeter (30), se enamoró alguna vez de un héroe.

    Y le entregó a Yasión (31), el rey vigoroso de Creta,

    la gracia oculta de su cuerpo inmortal. ¡Oh Creta

    afortunada! ¡Oh, el lecho nupcial de la diosa,

    rebosante de espigas! Y se volvieron fértiles

    los campos de la ciudad. Pero el resto del mundo

    agonizaba, por no rendir precioso culto a la bella

    y placentera Ceres. Lleno de asombro el iniciado

    escuchaba el mito e hizo un guiño a la amada:

    "¿Lo entiendes ahora? ¡Esos mirtos frondosos

    ocultan un lugar sagrado!

    Nuestra felicidad no le hace ningún daño al mundo."




    XIII



    Amor es un pícaro, y engaña a quien cree en él.

    Vino, fingiendo, hacia mí: "Ahora sí hazme caso,

    voy a ser honesto contigo; reconozco con gratitud

    que has dedicado tu vida y tu poesía a honrarme.

    Ya ves que te he seguido hasta Roma, y quisiera

    concederte en este lugar extranjero algún gozo.

    Todos los viajeros se quejan, encuentran malas posadas;

    pero aquél a quien Amor recomienda, recibe un trato

    magnífico.

    Contemplas con asombro las ruinas de los viejos

    edificios,

    recorres lleno de pensamientos este sitio sagrado.

    Veneras aun más los valiosos restos de las obras

    de los grandes artistas, a quienes yo siempre visité

    en sus talleres. ¡Yo mismo formé estás figuras!

    Disculpa: esta vez no me vanaglorio, tú mismo

    reconoces que es verdad cuanto digo.

    Ahora andas poco diligente en mi servicio, ¿dónde están

    las bellas figuras, dónde están los colores,

    el resplandor de tus creaciones? ¿Piensas

    volver a crear algo, amigo? La escuela de los griegos

    sigue abierta, los siglos no le cerraron la puerta.

    Yo, el maestro, soy eternamente joven y amo

    a los jóvenes. ¡No me gusta en ti la prudencia

    de los viejos! ¡Ánimo! ¡Compréndeme!

    La antigüedad era nueva, porque todos vivían felices.

    Vive feliz y el pasado vivirá en ti. ¿De dónde

    vas a sacar asunto para tu canción? Te lo daré yo,

    sólo el amor te enseñará el estilo más alto".

    Así habló el sofista. ¿Quién ha de contradecirlo?

    Y por desgracia, estoy acostumbrado a obedecer,

    cuando el señor ordena. Ahora, traicioneramente cumple

    su palabra, me da asuntos qué cantar, ay,

    al mismo tiempo que me despoja de tiempo, de fuerza

    y de razón. Miradas, manos entrelazadas y besos

    y palabras tiernas, sílabas llenas de amor,

    intercambia la pareja de amantes. Los bisbiseos

    son charla, los tartamudeos coloquio amoroso:

    semejante himno resuena sin medida prosódica.

    ¡Tú, Aurora, cuántas veces te vi como amiga

    de las musas! ¿También a ti, Aurora, Amor, el disoluto,

    te sedujo? Te me apareces ahora como su amiga,

    y me despiertas para festejar de nuevo el día en su

    altar.

    Encuentro la abundancia de los rizos de mi amada sobre

    mi pecho.

    Su linda cabeza descansa en mi brazo, que le rodea el

    cuello.

    ¡Qué dichoso despertar, encuentro que las horas

    tranquilas han conservado para mí la imagen del placer,

    en que nos dormimos! Ella se mueve en sueños,

    se da vuelta en el lecho pero deja su mano en la mía.

    El amor profundo y la querencia verdadera nos unen

    constantemente, no hay más cambio que los altibajos del

    del apetito.

    Oprimo su mano, veo abrirse de nuevo sus ojos

    celestiales. "¡Oh no! Déjame descansar, seguir

    contemplando la imagen. ¡Que sigan cerrados! Me turban

    y embriagan, demasiado pronto me roban el goce

    tranquilo de la contemplación pura!". Estas formas,

    qué espléndidas. Qué noble proporción de las piernas.

    Si así fuera, dormida, Ariadna, ¿podrías abandonarla,

    Teseo? (32). Un solo beso de esos labios! ¡Oh Teseo,

    ahora vete! ¡Mira sus ojos! ¡Ella despierta! Ahora

    te retendrá para siempre.


    XIV

    "¡Prende la luz, muchacho?". "Aún hay luz de día.

    Malgastaría usted aceite y pabilo. No tape todavía

    las ventanas. El sol se ha escondido detrás de las

    casas,

    pero no detrás de las montañas. Falta todavía

    media hora para que suenen las campanas de la

    noche..."

    "¡Desgraciado! ¡Ve y obedece! Espero a mi muchacha".

    “¡Consuélame entretanto, lamparita, dulce emisaria de la

    noche!"




    XV



    Jamás habría yo seguido a César a la remota Britania,

    Florus (33) me habría llevado con facilidad a la

    taberna,

    pues las brumas del triste norte me son más odiosas

    que un atareado pueblo de pulgas sureñas. Reciban

    ustedes precisamente hoy mi saludo, más caluroso aún,

    tabernas, hosterías, como las llama con acierto

    el romano: pues me acaban ustedes de mostrar a mi

    amada;

    venía con su tío, a quien ella, la hermosa,

    con tanta frecuencia engaña, para tenerme contento.

    Aquí estaba nuestra mesa, llena de alegres alemanes;

    más allá la hermosa niña se acomodó con su madre,

    con maña se removía muchas veces en su banco

    para que yo alcanzara a verle el perfil y el cuello.

    Hablaba más alto de lo que suelen las mujeres de aquí,

    y cuando servía el vino, y me vio, lo derramó

    fuera del vaso. Corrió el vino sobre la mesa,

    y con un dedo travieso ella dibujó círculos en las

    tablas.

    Con sus ojos en mí, dibujaba nuestros nombres

    entrelazados,

    y no perdí un instante los movimientos graciosos

    de su pequeño dedo. Finalmente escribió en romano

    el número cinco y luego le antepuso un uno (34).

    En cuanto lo vi, borró, cauta, los números y las letras

    con círculos entrelazados. Pero el adorado cuatro

    se me quedó impreso en la mirada. Permanecí mudo,

    mordiéndome el labio ardiente, mitad con placer

    travieso,

    mitad con deseo. ¡Pero faltaba tanto para la noche!

    ¡Esperar otras cuatro horas! ¡Alto sol, te demoras

    contemplando tu Roma! Nunca has visto algo más grande,

    ni lo verás, como tu sacerdote Horacio profetizó en un

    rapto.

    Pero hoy no te demores, y en mi favor, aparta más

    temprano

    los ojos de las Siete Colinas. Por amor a un poeta,

    abrevia las espléndidas horas en que se regocija,

    ávida, la santa mirada del pintor. Arroja

    sólo un vistazo más sobre las altas fachadas, cúpulas,

    columnas y obeliscos; precipítate en el mar

    para ver mañana, más temprano, lo que desde hace siglos

    contemplas con delicia de dioses: estas riberas

    desde hace tanto tiempo abundantes de juncos,

    esas colinas sombrías, espesas de árboles y

    matorrales.

    Primero aparecen unas cuantas chozas, luego de golpe

    ves la vida de un feliz, hormigueante y exitoso pueblo

    de bandoleros. Todo lo arrastran hacia ese lugar y lo

    acumulan.

    Nada de interés en los alrededores ha escapado a tu

    mirada.

    Aquí ves un mundo que nace, allá uno que se arruina,

    y de las ruinas surge otro más grande todavía;

    que me sea dado verlo largo tiempo iluminado

    por tus rayos; quiera la prudente Parca (35)

    desenrollar lentamente mi hebra. ¡Pero que venga

    pronto, la hora hermosa señalada! ¡Qué suerte!

    ¿La oigo ya? No: apenas oigo las tres. Ah, musas

    queridas: engañen de nuevo al largo tiempo

    que me separa de mi amada. ¡Adiós! Me apresuro

    y no temo molestarlas, pues aunque arrogantes,

    siempre concedieron ustedes prioridad al Amor.


    XVI

    "¿Por qué no veniste hoy, amado, a la viña?

    Sola, como te lo prometí, te esperé allá arriba".

    Querida: fui allá, pero por suerte vi a tu tío,

    que andaba por aquí y por allá entre las cepas,

    y me escabullí. "¡Oh, qué error cometiste! ¡Era solo

    el espantapájaros! Te engañó la figura que hicimos

    con tanto esmero con cañas y trapos. Así que yo misma

    me he ocupado de perjudicarme y ahora el deseo

    del viejo está cumplido: ahuyentó por el día de hoy

    al pájaro travieso que le roba la fruta y la sobrina”.




    XVII

    Muchos ruidos me fastidian, pero más el ladrido del

    perro,

    que me desgarra el oído; solamente escucho con gusto

    el agudo ladrido de un solo perro, el de mi vecino.

    Pues una vez le ladró a mi amada, cuando se escurría

    hacia mi casa, y por poco nos descubren. Por eso,

    cuando lo oigo ladrar, pienso: "A lo mejor es ella".

    O pienso en la época en que ella, la esperada, venía.




    XVIII

    Sobre todas las cosas hay una que me fastidia, y otra

    que me es odiosa, y que me subleva en cada fibra de mi

    cuerpo,

    con solo pensarlo. Quiero confesarlo, amigos:

    lo que más me fastidia es acostarme solo en la noche,

    pero lo absolutamente odioso es recelar serpientes

    en el camino del amor, y veneno bajo la rosa del

    placer,

    cuando en el momento más bello de la alegría de la

    entrega,

    el susurrante recelo se acerca a tu cabeza hundida.

    Por eso Faustina me da tanta dicha, ella comparte

    gustosa el lecho conmigo, y me es cuidadosamente fiel,

    como yo a ella. La impetuosa juventud encuentra mayor

    placer

    en los obstáculos, pero yo amo disfrutar largamente

    y sin recelo del bien seguro. ¡Qué dulzura!

    Intercambiamos besos seguros, aliento y vida

    nos insuflamos y aspiramos con confianza.

    Así nos gozamos las largas noches; escuchamos, pecho

    con pecho, tormentas, lluvias, aguaceros.

    Así clarea el alba y traen las horas nuevas flores,

    para adornarnos y festejar el día.

    ¡No me nieguen ustedes, quirites (36), la felicidad,

    y que el dios conceda a cada hombre este don,

    el primero y el último de todos los bienes del mundo!




    XIX

    Es difícil conservar un buen nombre, pues la Fama (37),

    lo sé, está reñida con Amor, mi señor. ¿Saben ustedes

    de dónde surgió el que ambos se odien?

    Se trata de viejas historias, que cuento con gusto.

    A esta diosa poderosa, pero insoportable en sociedad,

    le gusta llevar la voz dominante. Y la odiaron siempre

    en las asambleas de los dioses, tanto los supremos,

    como los grandes y los pequeños.

    Una vez se jactó, insolente, de haber esclavizado

    por completo al hermoso hijo de Zeus: "Te traigo

    a mi Hércules, oh Padre de los Dioses --gritó

    en plan de triunfo--, a quien he hecho renacer.

    Ya no es el mismo Hércules que engendraste en Alcmena.

    Y el culto que me rinde lo convierte en un dios

    sobre la tierra. Cuando mira al Olimpo, ¿crees

    que se dirige hacia tus poderosas rodillas?;

    perdona: sólo para mí alza la vista hacia el éter

    el hombre magnífico. Sólo para ganarme a mí su pie

    poderoso

    recorre ligero los caminos que nadie pisó.

    Pero yo también le salgo al paso y pregono su nombre,

    antes siquiera de que comience su hazaña. Antaño

    me desposaste con él: el vencedor de las amazonas

    ha de ser mío, y con alegría lo llamo mi esposo."

    Todos callaron, no querían irritar a la fanfarrona,

    pues en su ira urde trampas odiosas.

    No así el Amor, que salió furtivo; con un poco de arte

    logró que la más hermosa se enamorara del héroe.

    Luego travistió a la pareja: colgó sobre los hombros

    de Venus la piel del león y le hizo cargar la pesada

    maza (38).

    Luego adornó con flores el pelo hirsuto del héroe

    y puso una rueca en su puño, que se adecuó a la broma.

    Cuando concluyó su escena cómica, corrió y gritó

    por el Olimpo entero: “¡Ocurren hechos prodigiosos!

    Nunca se ha visto semejante prodigio en la tierra

    ni en el cielo, jamás el sol incansable ha encontrado

    algo semejante en su eterno camino." Todos corrieron,

    la Fama en primer término; creyeron que Amor,

    el travieso muchacho, hablaba en serio. Piensen:

    ¿Quién se regocijó más, de ver al hombre

    tan profundamente degradado? Juno.

    Le brindó a Amor un semblante amistoso.

    Por el contrario, quedó la Fama humillada, turbada,

    desesperada. Al principio sólo reía: "¡Dioses,

    son sólo máscaras! Conozco demasiado bien a mi héroe.

    ¡Tenemos puro teatro!". Pero pronto vio con dolor

    que era verdad. Ni la milésima parte padeció Vulcano,

    al ver a su mujercita con el vigoroso amigo (39)

    bajo la malla de metal, que con astucia tenía dispuesta

    para atraparlos en el acto, entrelazados y gozosos (40).

    ¡Cómo se divertían los más jóvenes! ¡Mercurio y Baco!

    Ambos afirmaban: "Es una bella idea reposar sobre

    el seno de mujer tan magnífica". Suplicaban:

    "¡No los sueltes todavía, Vulcano, queremos seguirlos

    viendo".

    Y el viejo cornudo apretaba más la malla.

    Pero la Fama se alejó de prisa, furiosa. Desde entonces

    hay entre ambos dioses guerra sin reposo.

    Cuando ella escoge a un héroe, el muchacho Amor

    se dedica a asediarlo. A quien mejor quiere ella

    honrar,

    él se esmera en degradarlo. Y al más honesto

    pone el Amor en mayores peligros. Y si quiere escapar,

    lo lleva a situaciones cada vez más graves.

    Le ofrece muchachas; si, imprudente, las desprecia,

    ha de sufrir en el pecho saetas más rabiosas: Amor

    hace que el varón se enamore del varón (41), le incita

    deseos hacia los animales. Más debe sufrir

    el más mustio. Al hipócrita le da a gotas un amargo

    placer entre el crimen y la miseria.

    Pero la diosa también persigue al Amor con ojos y

    orejas.

    Si ve al Amor junto a ti, la Fama se vuelve tu enemiga,

    Te aterra con su adusta mirada, con su rostro

    despectivo.

    Denigra implacable la casa que el Amor frecuenta.

    Y así también me ocurre a mí. Ya lo voy padeciendo.

    La diosa, con envidia, trasiega mi secreto.

    Pero es una ley antigua: callo y me someto:

    como los griegos, padezco las discordias supremas.





    XX

    Ennoblecen al hombre la fuerza, la franqueza y el

    coraje,

    pero más aun el saber guardar bien el secreto.

    Príncipe de los pueblos, oh silencio, conquistador

    de ciudades, divinidad amada, que a salvo

    me has conducido por la vida. ¡Qué destino sufro!

    La musa, burlona, y el Amor, travieso, me sueltan

    la lengua, antes discreta. Ay, ya es tan difícil

    esconder la vergüenza de los reyes. Ni la corona

    ni el gorro frigio escondieron las alargadas orejas

    de Midas; su criado más cercano las descubrió,

    y el secreto lo angustió y pesó sobre su pecho.

    Quiso aliviarse sepultándolo en la tierra,

    pero la tierra no sabe guardar tales secretos;

    brotan los juncos y murmuran y zumban al viento:

    "Midas, el rey Midas, tiene orejas enormes".

    Ahora me es más difícil guardar un bello secreto;

    ay, con qué facilidad la plenitud del corazón

    se desborda por los labios. No me puedo confiar

    con ninguna amiga: me censuraría;

    ni con amigo alguno: podría volverse peligroso.

    Ya no soy tan joven, ni soy tan solitario

    como para contarles mi gozo al bosque y a las rocas.

    A ti, hexámetro, a ti, pentámetro, lo confío:

    cómo ella me alegra en el día, cómo me fascina en la

    noche.

    Ella, a quien tantos pretenden, evita los lazos

    que le tienden abiertamente el insolente, y en secreto

    el ladino;

    con gracia y habilidad los sortea y sigue el sendero

    hasta donde siempre su amado la aguarda impaciente,

    expectante.

    ¡Núblate, luna, que llega! Que el vecino no la vea.

    Brisas: agiten las frondas, que nadie escuche sus

    pasos.

    Y ustedes, mis amadas canciones, crezcan, florezcan,

    meciéndose en el más suave soplo del cálido viento del

    amor.

    Y como esos juncos parlantes, revelen a los quirites (42),

    finalmente, el bello secreto de una pareja dichosa.




    NOTAS:

    (1) Sigo el texto de las Werke. Gedichte de la edición de Walter Höllerer (Insel Verlag). Consulté las versiones castellanas de Rafael Cansinos Assens (Obras completas, t. I, Aguilar) y de Carmen Bravo Villasante (Poemas de Goethe, Plaza y Janés), y la inglesa de D. Luke (Goethe, Selected Verse, Penguin). Hay una versión castellana pionera, de 1904, de Joan Maragall, que no he visto.

    (2) Tal vez exprese este epigrama: fuimos felices en la Antigüedad romana, ahora en tiempos modernos, el descubrimiento --ustedes: los romanos, o sus estatuas y piedras-- del arte romano nos devolverá tal felicidad pagana.

    (3) Genio: el genio o espíritu tutelar de Roma.

    (4) Las discusiones de la Revolución Francesa.

    (5) Mambrú: el duque de Malborough ("Mambrú se fue a la guerra..."), general de la Guerra de Siete Años (1707-1713); Goethe oye esta canción por todas partes en Italia, la primera vez en Verona (Viaje a Italia).

    (6) Amor, en latín: se refiere a la alegoría o dios del amor, Cupido: en todas las Elegías romanas aparece como un adolescente alado.

    (7) Venus y Anquises: Anquises, pastor troyano, fue seducido por Venus en el monte Ida; de la unión nació Eneas.

    (8) La Luna y el guapo durmiente: Selene y Endimión: Selene durmió eternamente a un semidiós, hijo de Zeus, Endimión, muchacho muy hermoso, para gozarlo todas las noches.

    (9) Hero y Leandro: amantes desdichados: Leandro cruzaba a nado todas las noches el Helesponto para visitar a la sacerdotisa Hero.

    (10) Rea Silvia y Marte: la vestal fue seducida por el dios de la guerra para engendrar a los gemelos fundadores de Roma, Rómulo y Remo.

    (11) Las Erinias: monstruos vengativos que persiguen a los infractores de la moral familiar.

    (12) La roca y la rueda: dos castigos eternos: rodar para siempre una roca cuesta arriba, y bajarla para volverla a trepar (Sísifo), y dar por siempre vueltas a una rueda en el Tártaro (Oxión).

    (13) Proteo y Tetis: deidades marinas; ambas cambiaban de forma a voluntad.

    (14) Consejo: el consejo de Horacio era leer noche y día a los clásicos.

    (15) "Se refiere a los tres poetas amatorios: Propercio, Tíbulo, Catulo" (Cansinos).

    (16) Febo: Apolo: el sol.

    (17) Júpiter Xenius: advocación de Júpiter como deidad hospitalaria.

    (18) Hebe: Diosa de la juventud

    (19) Colina del Capitolio: sitio del principal templo de Júpiter.

    (20) Hermes o Mercurio: el heraldo de Júpiter, que conduce las almas de los muertos al Hades; Orco: otro nombre del Hades, el submundo de los muertos.

    (21) El monumento de Cestius: la pirámide de Gaius Cestius que está junto al cementerio protestante (Goethe era protestante) (Höllerer).

    (22) Alejandro Magno, Julio César, Enrique IV de Francia, Federico el Grande de Prusia.

    (23) Leteo: río de la muerte.

    (24) Gracias: multitud de hijas de Zeus, que la alegoría resume en tres: advocaciones de la belleza y la alegría.

    (25) Panteón: en la acepción de templo de los dioses.

    (26) Citeres: Venus.

    (27) El hijo espléndido: Príapo, el fálico Dios de la fertilidad y la lujuria, hijo de Baco y Afrodita (Höllerer).

    (28) Ceres o Démeter: diosa del trigo.

    (29) Eleusis: sitio de los misterios o ritos secretos de la fertilidad.

    (30) Ver nota 28.

    (31) Yasión o Iasius: hijo de Zeus, amante de Démeter, con quien engendró a Plutón.

    (32) Ariadna, Teseo: El héroe Teseo abandonó en la isla de Naxos, mientras dormía, a su amante y benefactora, Ariadna, que lo había ayudado a salir del laberinto de Minotauro.

    (33) "Alusión a una anécdota del emperador Adriano y el poeta Florus, según la cual ambos intercambian puyas sobre sus respectivos oficios" (Luke).

    (34) Cinco menos uno: cuatro campanadas, es decir: alguna hora de la noche en que se escuchen cuatro campanadas de la iglesia.
    Si la acción del poema ocurriera en septiembre, serían las 11 de la noche, de acuerdo con la manera italiana popular de la época de contar las horas, según la campanadas (a la medianoche se tocaban cinco campanadas en septiembre, pero siete en diciembre, en cuyo caso las "cuatro horas" de la noche serían las 8 p.m.) Goethe estudia esta manera de contar el tiempo en su Viaje a Italia (Verona, septiembre 17 de 1786).
    Nueve versos arriba, cuando la chica le muestra el perfil y el cuello: se consideraba entonces, como en los tiempos clásicos, que el principio de la nuca era uno de los rasgos más eróticos de las mujeres (Marguerite Yourcenar lo compara en alguna parte al frenesí por los tobillos femeninos que dominó en el siglo XIX).

    (35) Parca: la alegoría abrevia en una a las tres parcas o moiras: Cloto, Láquesis y Átropos, que hilan la vida de los hombres. La primera hila, la segunda mide, la tercera corta.

    (36) Quirites: romanos, por la antigua deidad guerrera de los sabinos, Quirinus, que dio nombre a la colina del Quirinal; se asocia a veces al propio Júpiter, pero más frecuentemente a Marte.

    (37) Fama, en latín: más que una divinidad, es una figura alegórica, a veces descrita con rápidas alas y cientos de ojos, bocas y orejas.

    (38) La piel de león, la maza: atributos pictóricos de Hércules. La piel del león es trofeo del primero de sus doce trabajos: el león de Nemea.

    (39) El vigoroso amigo, Marte.

    (40) Vulcano o Hefesto, el dios del fuego y de la herrería, esposo de Venus, según la Odisea (tiene otras esposas); dios feo y cojo, sospechaba la infidelidad de Venus, y dispuso una trampa en forma de malla de metal para atraparla in fraganti en la cama.

    (41) Aunque prudentemente, para no escandalizar "nuestras costumbres" cristianas, Goethe miró a ratos la pederastia con simpatía, especialmente en el "Libro del Copero" del Diván de Oriente y Occidente, en ciertos pasajes del Fausto y en un curioso poema de juventud, Ganimedes, aún más curiosamente parodiado por W. H. Auden.
    En algún epigrama veneciano responde a quienes lo acusan de ser un incompleto imitador de Roma, puesto que él sólo ama a las chicas, y no a los muchachos como sus paganos maestros. Ciertamente sólo hago el amor con las muchachas, responde, "pero cuando me aburro, les doy la vuelta, y las amo como los romanos amaban a sus chicos".

    (42) Quirites. Ver nota 35.